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martes, 30 de agosto de 2011

Era débil, pero tenía una apariencia bastante fuerte. Ahí estaba ella, sola, en aquel banco de siempre. Siempre que necesitaba pensar, llorar, o simplemente estar un rato sola, iba allí. No solía pasar mucha gente y habían unos árboles enormes que transmitían tranquilidad. Aquella vez había ido porque necesitaba pensar, pensar en todo lo que había pasado y por qué, pero terminó llorando. Llorando porque sintió que todo se le había escapado de las manos, que todo lo que hacía eran tonterías, que no merecía la pena hacerse ilusiones, ni hablarle, ni verle, ¿para qué? Llegó a pensar en hablar con él, en decírselo, muchas otras veces lo había pensado, pero nunca había actuado. Estaba cabreada consigo misma porque pensaba y lloraba demasiado para nada. Odiaba esa sensación, y sentía que la iba a tener atragantada hasta que se lo dijera. Pero tenía miedo. Miedo al rechazo, supongo, no sé describir la sensación que ella sentía. Era complicado. Y en ese mismo instante, se limpió las lágrimas con las mangas de su sudadera favorita, se levantó con fuerza y gritó:
- ¡LO HARÉ! ¡PORQUE YO PUEDO!

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